lunes, 2 de octubre de 2017

¿De opresores y oprimidos?

Intervención policial durante el 1Oct
Los españoles asistimos atónitos a cómo millones de personas se han instalado en la distopía dibujada por entidades como la Assemblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural, que, como la Iglesia Católica en sus mejores momentos (aún ahora), ha conseguido colocar sus más agresivos peones en los puestos desde los que se vertebra la sociedad. La independencia de Cataluña (o de Euskadi, o de Galicia) es, en el preámbulo de la ideología nacionalista, el equivalente a la República en la propia definición ideológica de la izquierda. En una sociedad en la que no toda la población comparte los mismos legítimos anhelos, entra en juego la Democracia. Ese sistema que hemos inventado los -valga- demócratas para gestionar desacuerdos y hacer posible nuestra convivencia. La democracia está muerta si unos pocos pueden cambiar las reglas del juego unilateralmente y tildar al resto como artífices y/o cómplices de un inexistente estado opresor que impide el gozo de sus derechos.

Ni el Parlament ni el Govern disponen de facultades para legislar, referendar y ordenar la proclamación de un Estado independiente. El propio Parlamento Español y su Gobierno carecen de la fuerza que la democracia exige para proclamar la República. Son las limitaciones a esos idílicos anhelos los que sustentan la democracia. Y por eso ella misma se ha dotado de sistemas que impiden la supremacía de unos sobre otros. Incluso cuando los unos sean, hoy mismo, la mayoría y, además, traigan la utopía en su mochila.

La democracia no impide, pero pone límites a la tolerancia. La consulta del 9 de noviembre de 2014, denominada pomposamente "proceso participativo sobre el futuro político de Cataluña", también fue "reprimida" por la Justicia, bien lo saben Artur Mas y otros condenados que hoy pasan la hucha para pagar por sus delitos. Pero fue "tolerada". Los propios jueces entendieron que, a pesar del daño infligido a nuestro ordenamiento jurídico, no procedía impedir aquel simulacro de referéndum. No había una hoja de ruta para poner en jaque la integridad del Estado, y no procedía impedir aquella movilización popular promovida, como ahora, por las propias Instituciones catalanas.
El Mundo, 9 de septiembre de 2014

Nos duelen, nos tiene que doler, las imágenes de las actuaciones policiales este 1 de octubre, fecha que empieza a constituir toda una efemérides de la posverdad (el producto del "potencial de la retórica para hacer locutivamente real lo imaginario, o simplemente lo falso", en palabras del Director de la RAE, Darío Villanueva). Nos deben preocupar. Y no por el qué dirán con el que se alimentaron ayer nuestros medios progresistas de cabecera. Cuando Carme Forcadell, presidenta del Parlamentpromulgó las leyes de desconexión, violentó las propias exigencias de las cortes catalanas para cuestiones como podría ser una reforma del Estatuto de Autonomía. Cuando el Govern empezó a tomar decisiones en aplicación de esas leyes, suspendidas por el Tribunal Constitucional, y convocó el referéndum ilegal, llamó a la ciudadanía a la rebeldía y la desobediencia. Es cuando, sin remedio, entra en vigor la parte coercitiva de la democracia. La que ningún gobernante debe desear, y la que ninguno puede permitirse abdicar. Mayoritariamente hemos aceptado esa parte como garante del sistema, a sabiendas de que pone coto a nuestros propios sueños, y nos impide aún, por ejemplo, proclamar de una dichosa vez la Tercera República. 
Intervención policial para impedir las votaciones del 1 de octubre
El falso referéndum de este domingo de octubre venía vestido de ariete de la independencia de Cataluña y del fin del Estado Español tal como lo conocemos. En su planificación se presumía vinculante, el paso previo a la solemne balconada en la que se proclamará, si es que se llega a ello, la Declaración Unilateral de Independencia. Una aberración jurídica que reside como cierta en el imaginario de millones de catalanes. El Estado de derecho que conocemos, en tanto no acordemos otro mejor (que aún no conocemos), está obligado, así nos pese, a reprimir a quienes se manifiestan dispuestos a violentarlo, aunque lo hagan enarbolando una falsa bandera de libertad. A esta premisa respondió ayer la actuación de jueces y fiscales, amparada por el propio Tribunal Superior de Justicia de Catalunya, y, en consecuencia, de las fuerzas policiales, Mossos, Policía y Guardia Civil. 

Es seguro que el Gobierno del PP ni supo gestionar ni, seguramente, quiso evitar algunas escenas que resultan tan violentas a la vista como debieron serlo para quienes las vivieron. Pero lo de este domingo no fue la acción de un estado opresor contra un pueblo que pide el fin de la opresión. Tratar de convencernos de lo contrario sitúa a quien lo pretende al mismo nivel que otorgan a quienes critican.